Mudos...

Mudo se quedó el mundo ante la niebla fantasmal.

La humedad dañó las gargantas de los pájaros. 

Los lobos quedaron embrujados y se volvieron agresivos.

Las ardillas se hicieron una bola como si fueran erizos y echaron a rodar montaña abajo despeñándose contra las rocas, que abrían sus fauces hambrientas, y se las comían. Una vez que las rocas devoraban a las ardillas, escupían su piel peluda. Los osos con las pieles de las ardillas fueron haciendo sus trajes para cubrirse del frío invernal. Todo se hacía al revés. La lluvia dejó de manar de las nubes porque a estás se les secaron las tripas y las ganas de ir en busca de agua. Cuando llovía, llovían púas envenenadas. La tierra se envenenó. Las flores se envenenaron y las abejas dejaron de pecorear. El mundo peligraba como peligra el trapecista en la cuerda floja. No se sabía si la noche era noche, o el día era día. En el ambiente había algo extraño. Algo que olía a podredumbre. Los hombres y mujeres iban de un sitio a otro como muertos vivientes. Habían sido esclavizados por el gobierno y vivían así más tranquilos en la ausencia. Nada importaba, la destrucción del mundo era evidente para aquellos pocos que se escondieron en unos cajones que habían fabricado de hierro endurecido. Eran como casas cuadradas escondidas bajo tierra  por donde no entraba ni una diminuta célula. Allí tenían comida y agua para seis largos años en donde el aburrimiento y la desesperación les llevarían a pensar que estaban mejor los hombres  de afuera, que habían optado por ser como los zombis, y no se enteraban de nada. Una mujer de pelo castaño, baja de estatura, ancha de caderas, de ojos almendrados y con un pijama blanco de hospital, caminaba como fantasma, entre los árboles hambrientos. Éstos la tiraban del pelo y clavaban sus uñas afiladas de madera en su piel.

De pronto cayó en las redes de arenas movedizas, la angustia la hizo despertar.